El cura guerrillero

Camilo Torres fue muchas cosas: sacerdote, sociólogo, profesor y activista político, entre otras, pero siempre será recordado como el revolucionario.


En febrero de 1966 el sacerdote bogotano Camilo Torres, reducido ya a laico y convertido en guerrillero, se alista para entrar en combate. Igual que la mayoría de sus compañeros, está mal armado y es un novato en la faenas de la guerra. Pero tiene ganas de probarse. Durante interminables días y noches queda atrincherado con los demás, camuflado entre los matorrales de una selva espesa, esperando el paso de un pelotón de soldados que patrullan en la zona.

Finalmente estos aparecen, abriendo camino en fila india. Sin saberlo, entran en el cerco tendido para atraparlos. Los guerrilleros abren fuego, según un plan previamente acordado, pero pronto pierden la ventaja de la sorpresa y los soldados, ya avisados, repelen el ataque con fuerza. Camilo, imprudente, sale de su escondite, apresurándose a coger su 'trofeo', el fusil del subteniente caído en la primera ráfaga. Un sargento escondido entre el monte dispara y Camilo cae herido. Los compañeros que se encuentran cerca hacen lo posible por arrastrar a Camilo y ponerlo a salvo. Pero ya está muerto y tres guerrilleros más, en un vano esfuerzo por salvarlo, mueren también, uno tras otro, encima de su cadáver.

Para entender cómo un sacerdote, hijo de la sociedad bogotana y gran profesional pudo haber llegado a tan triste final, es preciso situarlo en su tiempo, es decir, en los años 60, que se inauguraron para América Latina con la emocionante escena de hirsutos guerrilleros que bajaban de la Sierra Maestra para entrar triunfantes a La Habana encima de unos desvencijados tanques de guerra y con palomas blancas posando en sus hombros. Uno de los rebeldes, un joven de tupida barba y sombrero de ala ancha, que andaba sonriente detrás de los tanques, montado a lomo de mula y rodeado de una abigarrada multitud de guajiros que vociferaban su repudio al derrotado dictador. Para muchos, esa imagen de Camilo Cienfuegos evocaba la de Jesús entrando a Jerusalén. Era el más atractivo de todos esos románticos cubanos de cabellos sueltos y despelucadas barbas que se tomaron el poder el primero de enero de 1959 con ganas de construir un mundo nuevo.

Fue en ese mismo año, poco después de la mencionada cabalgata con ribetes bíblicos, cuando 'nuestro' Camilo Torres, joven sacerdote bogotano, presentó su tesis de grado en ciencias sociales en Lovaina, Bélgica, y se aprestó para regresar a Colombia y asumir como capellán en la Universidad Nacional. El mismo había estudiado en la Ciudad Blanca unos años antes, en la década de los 40, cuando junto con un condiscípulo, Luis Villar Borda, editaba una 'pagina universitaria' en el periódico La Razón, donde publicaba poemas de su amigo Gabriel García Márquez.

En 1947 Camilo renunció a sus estudios de derecho. Se sentía llamado a entregarse a la vida religiosa. Fue aceptado en la comunidad de monjes dominicos en Chiquinquirá. Sabía que su familia no aprobaría el plan: su padre, el médico y directivo universitario Calixto Torres Umaña, se declaraba anticlerical y su madre, Isabel Restrepo Gaviria, desafiaba con escandalosa irreverencia la actitud moralizante de los curas y de la sociedad mojigata de su época. Entonces Camilo, en vez de confesar su vocación religiosa, dejó una nota para sus padres y salió subrepticiamente de la casa sin despedirse. La irascible Isabel encontró la carta a tiempo y, dirigiéndose veloz a la Estación de La Sabana, alcanzó a llegar antes de que el tren partiera para Boyacá. Sacó a su hijo del vagón y, enfurecida, lo obligó a acompañarla a casa, donde lo encerró en su habitación por varios días.

Finalmente Camilo, más obstinado aún que su madre, entró al seminario diocesano en Bogotá. En 1954 fue ordenado sacerdote y luego viajó a Bélgica para seguir cursos de sociología en la Universidad de Lovaina. Un contacto con las corrientes más progresistas de la Iglesia Católica de la época de la posguerra europea sirvió para radicalizarlo. Pero la experiencia que tal vez mayor impacto le causó fue su encuentro en París con grupos de cristianos que colaboraban clandestinamente en la lucha por la independencia de Argelia contra el poderío francés. Fue allí donde Camilo experimentó por primera vez la emoción de sentirse involucrado en una guerra revolucionaria y descubrió que era posible forjar un matrimonio entre el cristianismo y las convicciones de la gente que tomaba las armas por la causa de la liberación.

En medio de la revolucion

Al regresar a Colombia y al asumir como capellán de estudiantes, Camilo ya simpatizaba con la revolución. Rápidamente se encontró inmerso en un ambiente de efervescencia juvenil en el que estudiantes de las más diversas disciplinas profesaban su adhesión al régimen socialista que había cuajado en Cuba. Un grupo de universitarios colombianos viajó en esos días a La Habana para seguir cursos de ingeniería, pero no demoraron en renunciar a las aulas académicas a favor de una preparación política y militar. Regresaron luego a Colombia a formar un movimiento insurgente, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), modelado en el ejército rebelde encabezado por Fidel que había logrado la toma de poder en Cuba. Mientras tanto, debido a su temperamento extrovertido, su natural inquietud y sus francas críticas contra las injusticias de un sistema que mantenía a la mayoría de sus conciudadanos en la miseria, Camilo aglutinó a su alrededor a los elementos más beligerantes entre el estudiantado. De hecho, algunos de ellos militaban clandestinamente como miembros urbanos del ELN. Camilo se hallaba en el meollo mismo de la revolución, casi sin darse cuenta.

A pesar de su identificación con estos jóvenes, Camilo no optó de buenas a primeras por una abierta confrontación con la oligarquía. Antes bien intentó lograr un cambio radical en las estructuras de poder por todos los medios democráticos a su alcance. Y no eran pocos. Era la época del llamado Frente Nacional, recién inaugurado bajo el liderazgo del presidente Alberto Lleras Camargo. Este, como se sabe, había desempeñado un papel clave en el derrocamiento de la dictadura militar del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) y había convencido a muchos de que el nuevo sistema iba a poner fin a las rivalidades y a los conflictos que habían llevado al país al borde del caos en los años 40 y 50. El Frente Nacional se inició, entonces, en un ambiente de optimismo general y con una cantidad de reformas, algunas de ellas concebidas a su vez como respuestas al reto que significaba la revolución cubana.

Camilo Torres no era tan ingenuo como para creer que Alberto Lleras Camargo y el Estado colombiano fueran a realizar una profunda transformación del país. Pero sí se sentía obligado a aprovechar, hasta donde se le permitía, todos los aspectos positivos de estas nuevas iniciativas y de los canales institucionales que se habían abierto. Era un convencido de su vocación. Y como tal decidió dedicar sus mejores esfuerzos a la tarea de sacudir hasta los cimientos todas las formas de poder y de desigualdad que él reconocía como responsables por el galopante empobrecimiento de su pueblo.

Se hizo nombrar suplente para la Iglesia Católica en el Instituto de Reforma Agraria. Ejerció como decano del Instituto para el Desarrollo Social dentro de la Esap, donde hizo lo posible por formar varias promociones de funcionarios con una conciencia social y un criterio de servicio a la comunidad. Como profesor de sociología en la Universidad Nacional animaba a sus alumnos a tomar contacto con los moradores de los barrios marginados de Bogotá y de emprender tareas comunitarias con ellos.

Puertas cerradas

No sorprende que los que detentaban el poder se hubieran puesto en guardia tan pronto se hizo evidente que el cura rebelde abogaba por cambios genuinos. Entonces, entre 1961 y 1964, Camilo sufrió una serie de reveses: el cardenal arzobispo de Bogotá lo destituyó de la capellanía y de su cátedra en la universidad; el director de la Esap saboteó la escuela que Camilo había establecido en Yopal para la formación de jóvenes llaneros; uno de los jefes del Partido Conservador, Alvaro Gómez Hurtado, lo denunció como peligroso comunista ante los miembros de la junta del Incora. A cada paso se le cerraba (o se le estrechaba) el camino. Su posición social, sus buenos apellidos y sus conocimientos profesionales le habían abierto muchas puertas. Pero no le permitían cuestionar el sistema a fondo ni mucho menos aprovechar los instrumentos del Estado para tocar (o amenazar) los intereses del establishment. Frente a tanto obstáculo, entonces, Camilo terminó por simpatizar con los alzados en armas.

En 1964, después de que el gobierno del presidente Guillermo León Valencia hubiera bombardeado las comunas de Marquetalia en el departamento de Tolima -genocidio que Camilo y otros en su momento trataron de impedir mediante una comisión de diálogo; intento frustrado por mandos del Ejército-, Camilo quiso tomar contacto con los guerrilleros del llamado Bloque Sur, los que más tarde, en 1966, formarían las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Pero no había logrado comunicarse con ellos cuando apareció por primera vez en público el hasta entonces desconocido Ejército de Liberación Nacional (ELN); los nuevos guerrilleros se hicieron sentir, el 7 de enero de 1965, con un golpe dramático: atacaron sorpresivamente al pueblo de Simácota, Santander, mataron a tres policías y divulgaron su propuesta revolucionaria. Camilo inmediatamente se sintió atraído por la audacia del nuevo grupo y por su radical proclama política. "Con gente como esta -dijo- se podría trabajar". Y el joven sacerdote no tuvo mayor dificultad en relacionarse con ellos, pues algunos de sus más cercanos amigos eran 'elenos'.

En su último año de vida -de febrero de 1965 hasta febrero de 1966- , Camilo participó en un doble juego: por un lado, dedicó su considerable energía a la construcción de un amplio movimiento político (conocido como el Frente Unido), viajando a todos los rincones del país para dirigirse a los cientos de miles de colombianos que colmaban las plazas públicas ávidos de escuchar sus planteamientos revolucionarios y sus alegatos contra la oligarquía; y al mismo tiempo, se comprometió en secreto a apoyar la lucha armada, manifestándose listo para combatir, él mismo, en el llamado "ejército de liberación" tan pronto llegara el momento.

En octubre de 1965, el entonces comandante del ELN, Fabio Vásquez Castaño, decidió que efectivamente el momento había llegado; ordenó a Camilo unirse a la guerrilla en las montañas. Camilo no vaciló en acatar la orden. Pero sus muchos seguidores sufrieron un gran desconcierto, como era natural, ante la súbita desaparición de su caudillo, y el Frente Unido, que había movilizado a multitudes, se desintegró en cuestión de días. Dos meses más tarde, a comienzos de 1966, Camilo publicó una 'proclama', anunciando su presencia en las filas guerrilleras y convocando a los colombianos a empuñar las armas en una guerra total contra el poder establecido. Luego, el 15 de febrero, el joven sacerdote cayó muerto en su primera acción militar, una fallida emboscada contra una patrulla del Ejército nacional.

Figura mundial

Con su muerte, Camilo Torres se convirtió en el Che Guevara de los católicos. Y no sólo de Colombia, sino del mundo entero. Pero han pasado los años y Camilo, a diferencia del Che, ha caído en el olvido. Tanto que, hace unos años, cuando los excavadores levantaban la pista de todo un aeropuerto boliviano en busca de los huesos del Che, a nadie en Colombia se le ocurrió preguntar ¿y dónde están los restos de Camilo? Los jóvenes colombianos de hoy (o sea, la mayoría de la población) tienen poca idea de lo que representaba el episodio de Camilo en los años 60. Por lo general el único Camilo Torres de quien tienen noticia, debido a sus clases de historia, es el mártir de la Patria Boba.

Sin embargo, y aunque parezca una paradoja, Camilo se merece un puesto entre los colombianos de todos los tiempos. Incluso fue el primer personaje de Colombia reconocido a nivel mundial. (Después de él, en efecto, sólo existen dos más que han alcanzado comparable resonancia universal: uno es el escritor, el otro fue un gángster.)

La imagen de Camilo que recorrió el mundo después de su muerte era la de un héroe y mártir que había dado su vida por los pobres de Colombia y de América Latina. Y su influencia se sintió. Surgió una guerrilla urbana en Argentina que invocaba su nombre. Chile vio el nacimiento de 'Sacerdotes para el Socialismo', un movimiento que ayudó a abrir camino para el gobierno de Salvador Allende. Más tarde, en Nicaragua, los hermanos Cardenal y otros distinguidos clérigos iban a comprometerse con la revolución sandinista contra Somoza y con la construcción de un Estado nuevo. Todos, de algún modo, encontraron su inspiración en Camilo. El fue el precursor. Para comprobarlo, es suficiente recordar la fecha de su sacrificio: Camilo murió en las montañas de Santander un año y medio antes de la quijotesca aventura y posterior muerte del Che en Bolivia.

Lo más aleccionador de Camilo, sin duda, fue la manera como se mantuvo implacablemente fiel a su más profunda convicción: de que el cristianismo bien entendido suponía la creación de una sociedad justa e igualitaria. Sin la revolución -es decir, sin un cambio radical en las estructuras del poder-, para Camilo la eucaristía carecía de sentido. Antes bien, representaba un contrasentido. La misa pretende celebrar la fraternidad. Y él renunció al ministerio sacerdotal que tanto amaba porque sintió que era preciso crear una situación de fraternidad para que la misa no fuera mentira, que no se redujera a un rito vacío. Sintió la obligación de hacer la revolución -o al menos morir en el intento- antes de poder consagrar el pan y el vino y compartirlos con sus correligionarios alrededor de una mesa.

Es probable que el tenue recuerdo de Camilo se habría borrado aún más de la memoria colectiva en Colombia si su muerte no hubiera sacudido a tantas personas en lugares remotos. Tal fue su fama a nivel internacional que una prestigiosa casa editorial neoyorquina comisionó una biografía del 'cura guerrillero' (Camilo Torres, la biografía del cura guerrillero de Walter J. Broderick, 1975). Y los colombianos -que no se habían fijado sino en el lamentable fracaso de una vida bien intencionada- se sorprendieron al encontrar que su país había engendrado una figura de talla mundial. El Camilo que Colombia saluda como uno de sus hijos más célebres es, hasta cierto punto, un artículo importado del exterior. Y por lo tanto de buen recibo.

Camilo cayó muerto del primer tiro de un soldado en su única acción militar, y sus restos mortales fueron sepultados por decreto del gobierno en algún lugar clandestino. Si su nombre figura entre los colombianos de todos los tiempos, tal vez deberían exigir una tumba honrosa para sus huesos. No para iniciar un culto caracterizado por novenas y milagros. Pero sí para darle una presencia física en algún sitio apropiado, con el fin de recordar su grito contra las mil injusticias cometidas a diario en su patria, injusticias y atrocidades que se han multiplicado ahora hasta alcanzar proporciones que Camilo, en su tiempo, jamás hubiera podido imaginar.

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