40 aniversario de la muerte de Camilo Torres

Evocar la memoria de Camilo, sobre todo en este contexto de una celebración litúrgica, es algo que no puede confundirse con un ejercicio académico ni político ni con un acto social y menos con protocolos de exaltación del pasado.


A Camilo es imposible recordarlo como algo que ya pasó a formar parte de nuestra historia y cuyo legado es posible disecar y conservar en anaqueles o en vitrinas o en archivos o en sepulcros o en monumentos donde reposa todo lo que ya no tiene vida.

Acercarse a la memoria de Camilo es algo peligroso y desestabilizador. El solo tocar su memoria nos vuelve a quemar y desgarrar el alma. Evocarlo significa abandonar la tranquila serenidad del estudioso y del analista y permitir que se instale en nuestro interior una espada afilada que destroza sin compasión todos los velos ornamentales con que hemos cubierto nuestras imágenes del mundo y de la patria y sobre todo aquellos que nos impiden ver nuestras incoherencias y cobardías y que adornan y disfrazan nuestras pasividades, complicidades e irresponsabilidades frente a la cruda realidad que nos envuelve.

La Eucaristía, en la tradición cristiana más auténtica, es justamente un momento de confrontación, donde el pasado no se evoca por pasatiempo ni por erudición, sino para proyectarse sobre el futuro a través de un compromiso transformador del presente. Es un momento donde la muerte no es recuerdo disecado de un crucificado sino donde la muerte interactúa profundamente con la vida dejándose absorver por la resurrección, pero sin que ésta signifique tampoco esconder todas las dimensiones de amor y de odio que configuran las innumerables crucifixiones de la historia.

Camilo tuvo el acierto de releer y revitalizar muchos elementos centrales de nuestra fe cristiana y de remover los disfraces que los hacían menos auténticos cuando eran confrontados con la cruda realidad.

En primer lugar, Camilo entendió el Cristianismo como un moldear la vida centrándola en el amor. La Biblia que utilizó en el seminario quedó subrayada en numerosas páginas del Nuevo Testamento que se refieren al amor como la esencia identificadora del seguidor de Jesús. Pero al mismo tiempo Camilo desenmascaró y denunció todas las trampas sutiles que hacen del amor cristiano un amor de fachada e inauténtico; un amor ineficaz. En el reportaje que le hizo un periodista francés a mediados de 1965 lo afirmó así con nitidez: “Descubrí el Cristianismo como una vida centrada totalmente en el amor al prójimo; me dí cuenta que valía la pena comprometerse en este amor, en esta vida; por eso escogí el sacerdocio para convertirme en un servidor de la humanidad. Fue después de esto cuando comprendí que en Colombia no se podía realizar este amor simplemente por la beneficencia sino que urgía un cambio de estructuras políticas, económicas y sociales que exigían una revolución a la cual dicho amor estaba íntimamente ligado”.

Camilo nos destapó, no solo con sus palabras y reflexiones, sino ante todo con sus iniciativas prácticas, con sus búsquedas y sus conflictos, y con su pasión, una verdad que a todos nos causa pánico reconocerla: el que no se juega su vida honestamente para que los valores en los que dice creer se plasmen en la realidad concreta, es porque realmente no cree en esos valores, aunque en todos sus discursos y proclamaciones afirme creer en ellos. El testimonio de Camilo nos dejó muy en claro que la fe no es traducible a discursos; que cuando la fe se expresa solo puede testimoniar valores, y que el sello de autenticidad de esos valores es el apasionamiento para plasmarlos en la realidad concreta; y que cuando no existe esa urgencia comprometida para que la realidad misma encarne esos valores, se podrán quizás verbalizar convicciones conceptuales pero no testimoniar ninguna fe. Y los discursos y palabras han mostrado cara dura en la historia humana para disfrazar y encubrir prácticas que se ponen al servicio de anti-valores, opuestos completamente a los valores que se verbalizan y se proclaman.

En segundo lugar, Camilo sacó a primer plano, interpretándolo de cara a nuestros desafíos históricos, otro rasgo de identidad de la fe cristiana: darle al oprimido la función de juez de nuestras vidas. Ningún texto religioso expresa esto de manera tan conmovedora como lo hace la escena simbólica del juicio final del capítulo 25 del Evangelio de Mateo: “El Rey dirá a los que están a su derecha: vengan ustedes, bendecidos por mi Padre, reciban el reino que está preparado para ustedes desde el comienzo del mundo, pues tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; anduve como forastero y me dieron alojamiento; me faltó ropa y ustedes me la dieron; estuve enfermo y me visitaron; estuve en la cárcel y vinieron a verme (...) En verdad les digo, que todo lo que hicieron por alguno de estos mis hermanos, por humildes que fueran, por mí mismo lo hicieron”. Camilo hizo numerosas exégesis de este texto pero siempre entendió que debía interpretarlo de cara a la realidad cruda del país. En el Comunicado público del 24 de junio de 1965, en el que anunció su retiro del ejercicio público del ministerio sacerdotal, afirmó: “Al analizar la sociedad colombiana me he dado cuenta de la necesidad de una revolución para poder dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y realizar el bienestar de las mayorías de nuestro pueblo. Estimo que la lucha revolucionaria es una lucha cristiana y sacerdotal. Solamente por ella, en las circunstancias concretas de nuestra patria, podemos realizar el amor que los hombres deben tener a sus prójimos”.

En tercer lugar, como la mayoría de los profetas, incluyendo al mismo Jesús, Camilo sintió ese malestar profundo de realizar o participar en un culto que se celebra con los ojos cerrados frente a la injusticia. En uno de los momentos más dramáticos de su vida, hizo una opción radical de renuncia a volver a presidir la Eucaristía, tomando en serio las palabras del capítulo 5 del Evangelio de Mateo: “Si llevas tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces puedes volver al altar y presentar tu ofrenda” (Mt. 5,23-24). En su Mensaje a los Cristianos, publicado en la primera edición del periódico Frente Unido el 26 de agosto de 1965, Camilo afirmó: “Creo que me he entregado a la Revolución por amor al prójimo. He dejado de decir misa para realizar ese amor al prójimo en el terreno temporal, económico y social. Cuando mi prójimo no tenga nada contra mí, cuando haya realizado la Revolución, volveré a ofrecer la misa si Dios me lo permite. Creo que así sigo el mandato de Cristo:”Si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y anda, reconcíliate con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. Después de la Revolución los cristianos tendremos la conciencia de que establecimos un sistema que está orientado sobre el amor al prójimo”. Camilo nos remite allí a una Eucaristía del futuro más auténtica, donde la mesa del Señor no reuna ya a explotadores y explotados que no quieren cuestionar sus injustas relaciones, sino a hermanos a quienes una revolución ha establecido en condiciones económicas y sociales de justicia y de fraternidad. Para muchos, esta es una posición utópica y un radicalismo tal que haría imposible cualquier forma de culto religioso. Pero podemos entenderlo como un gesto profético que coloca una hipoteca sobre todas nuestras eucaristías, para obligarlas a ser rescatadas de su inautenticidad al ser celebradas con los ojos puestos en la tragedia de la injusticia, estimulando búsquedas y compromisos para superarla.

En cuarto lugar, podemos preguntarnos cómo se proyectó la fe cristiana de Camilo en ese periódo en que él se convierte en un líder político. Podríamos allí, quizás, encontrar algunos rasgos de lo que sería una práctica política marcada por la fe. La figura de Camilo como líder político y revolucionario no podemos encasillarla, sin más, dentro de ningún modelo estandarizado. La impronta de lo cristiano en su práctica política tampoco es posible aislarla a la luz de elementos específicos que se derivarían de la tradición doctrinal o moral o jurídica del Cristianismo. Se trata, más bien, de una vida en que la fe y el compromiso revolucionario se fundieron de tal manera, en una personalidad de aguda inteligencia y de fina sensibilidad, produciendo algo inédito y creativo, capaz de interpelar al mismo tiempo a los cristianos y a los revolucionarios. Camilo, por ejemplo, redimensionó la lucha de clases y enfrentó su dimensión fáctica ineludible como motor de un deber ser, donde la motivación del odio fuera siendo transformada y absorvida progresivamente por la del amor eficaz a la humanidad; se apartó del esquema ideológico que llevaba a una cierta identificación entre clase y partido; relativizó los esquemas simplificadores que conducían a los maniqueísmos políticos; introdujo categorías nuevas como las de “mayorías” y “minorías” o la de “clase popular”, con el fin de impedir que tendencias opresoras de nuevo signo se atrincheraran detrás de las etiquetas clasistas. Una de esas marcas cristianas más identificables en su práctica fue la concepción abierta y no dogmática de la política, quizás como efecto de un profunda tradición espiritual del Cristianismo que lleva a desmitificar las realizaciones históricas y a asumirlas como algo provisorio, imperfecto y no definitivo, marcado siempre por el mal (teológicamente por el pecado) y susceptible siempre de perfeccionamientos. Su convicción de que los oprimidos son nuestros jueces trascendentes en el atardecer de la vida, lo llevó a un ecumenismo inédito en la política, donde todos los factores de división del pueblo recibían un tratamiento pedagógico de honda sabiduría para encaminarlos hacia una amplia unidad que aproximara la eficacia del amor. Resaltó insistentemente la dimensión ética y sacrificial de la revolución y le descubrió a las masas estudiantiles, sindicales y populares los mecanismos psíquicos mediante los cuales el egoismo atrapa sutilmente a los revolucionarios hasta convertirlos en nuevos opresores.

No podemos negar que la última opción de Camilo, de tomar las armas en defensa de sus ideales llegando a morir en combate, ha sido la más controvertida y sobre ella se ciernen profundas censuras y condenas en nombre de la fe. En la versión de un testigo presencial de la muerte de Camilo, aparecida en la sección de Cartas al Director, de la desaparecida revista Familia, en su edición de septiembre de 1968, un soldado que había sido antes seminarista y hacía parte de la patrulla que entró en combate con la unidad guerrillera en la cual se encontraba Camilo, afirma que cuando los soldados se desplegaron buscando protección entre los árboles y las piedras, él pudo ver que uno de los revolucionarios con el fusil en las manos se dirigió al lugar donde habían quedado militares muertos o heridos; que “se le notaba algo raro y su mirada estaba dirigida al cielo”; que “uno de los soldados, pensando que iba a rematar a los caidos, le disparó matándolo en el acto. Este a la postre resultó ser el Padre Camilo”. El soldado testigo afirmó que “él pudo dispararle pero que una fuerza interior se lo impedía”. El pariente de dicho soldado, quien escribió el relato, se pregunta si sería que Camilo en ese momento se olvidó del papel que desempeñaba allí y, en vez de huir como lo hicieron todos sus compañeros, se acordó de que era sacerdote y corrió a prestarles los últimos auxilios espirituales, encontrando la muerte. Esta versión no entra en ninguna contradicción con las otras que se recogieron de testigos cercanos. Pero solo ese soldado, quizás sensibilizado por su formación en el seminario, pudo registrar el gesto de perplejidad o plegaria con que Camilo se introdujo en el escenario final de su muerte.

Ese gesto es denso en significados. De alguna manera nos traduce el desgarramiento y la oscuridad interior de quien se ve atrapado por la necesidad de utilizar unos medios que están en profunda contradicción con unos fines nobles y justos que ha buscado con honestidad, pero que a la postre eran fines que se revelaron inaccesibles a través de medios que fueran también nobles y justos.

Camilo, con su mirada perdida en el firmamento, sosteniendo en sus manos un fusil neutralizado por su perplejidad, e introducido con audacia inexplicable en un polígono de muerte mientras sus compañeros huían rindiendo tributo al realismo bélico, es un símbolo demasiado patético del laberinto de violencias en que estamos atrapados y de las perplejidades que imperan en ese laberinto.

Todas las tradiciones filosóficas, religiosas y jurídicas, han mirado con respeto la opción de las armas cuando tiene el carácter de un último recurso puesto al servicio de ideales justos. Es difícil acusar a Camilo de no haber agotado los caminos a su alcance para lograr un cambio que juzgó como imperativo de su fe. Su cadáver ensangrentado y con los ojos entreabiertos, ha provocado innumerables reflexiones sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria en estos 40 años. Sin embargo, la inmensa mayoría de esas reflexiones ocultan, encubren o disfrazan la tozudez de las otras violencias que bloquean y ahogan en sangre todas las luchas por la justicia.

Es difícil negarle a esa última opción trágica de Camilo al menos la honestidad y la coherencia de quien buscó a toda costa revestir el amor con eficacia para contrarrestar una práctica del amor que él juzgó siempre hundida en oleajes de hipocresías y cobardías.

Si algo nos enseñan estos 40 años es que no existen opciones puras frente a la violencia, y que la misma condena indiscriminada de la violencia, que pretende tranquilizar tantas conciencias, está casi siempre contaminada de connivencias implícitas y soterradas con otra multitud de violencias.

El cadáver de Camilo fue sustraído de cualquier contacto con su pueblo. Sus enemigos bélicos se creyeron con derecho a negarle a su propia madre el derecho elemental de sepultarlo, a pesar de decirse representantes de un “Estado de Derecho”. En estos 40 años no ha sido posible identificar su tumba ni rendirle homenaje alguno a sus despojos. Este rasgo pósthumo de su historia evoca una de las vivencias más profundas del nacimiento de la fe cristiana, la que se plasmó en el relato de fe de la tumba vacía de Jesús y que identificó a los cristianos desde el primer momento como aquellos que subvertían el concepto cultural de la muerte para reconocer a Jesús como un viviente supremo, invulnerable en lo sucesivo a todas las estrategias de muerte con que los poderes históricos quisieron eliminar su mensaje. Solo un personaje misterioso de aquellos que varias tradiciones religiosas han identificado como ángeles, estrictamente “portadores de mensajes”, les salió al paso a las mujeres que se disponían a realizar los ritos culturales con que se clausuran las existencias históricas, y les dijo: “no busquen más entre los muertos a quien está vivo”.

La ausencia de unos restos y de una tumba nos ha impedido también a nosotros clausurar ritualmente la existencia histórica de Camilo, pero 40 años después, su misma vida y su mensaje nos convocan alrededor de algo que es imposible entregar definitivamente al imperio de la muerte. Sus palabras y su testimonio siguen interpelando con fuerza nuestro compromiso cristiano y humano frente a una realidad social mil veces más degradada que la que él mismo combatió con un compromiso coherente hasta las últimas consecuencias.


Las palabras del cantor uruguayo Daniel Viglieti siguen sacudiendo con fuerza nuestra memoria y remitiéndonos con sobrecogimiento a ese muerto que nunca hemos podido sepultar porque lo sentimos vivo e interpelante desde la dolorosa realidad que nos envuelve:

“ Donde cayó Camilo nació una cruz
pero no de madera, sino de luz ....
Camilo Torres muere para vivir”.

Cancionero