Evocacion de Camilo Torres a 35 años de su muerte

Hace 35 años Colombia estaba viviendo momentos intensos de su historia. Había efervescencia de movimientos nuevos; debates, enfrentamientos, reflexiones y polémicas que repercutían en intentos por sacudir injusticias estructurales e institucionales sedimentadas durante mucho tiempo, diríamos durante varios siglos.

Era un momento de despertar de conciencias semi dormidas; un momento que sacudía también con fuerza las maneras tradicionales de comprender y vivir la fe cristiana.

Camilo fue un catalizador de ese momento. Su condición simultánea de sacerdote y de sociólogo, pero sobre todo su carisma personal, su lucidez intelectual y su honestidad moral, le permitieron situarse en el corazón del conflicto. Sacudió profundamente los textos culturales, esos tejidos de dogmas explícitos e implícitos, conscientes e inconscientes, mediante los cuales hemos asimilado e introyectado la injusticia, la dominación y la opresión, ya sea en los registros jurídicos y legales, en las costumbres sociales, en las estructuras económicas, en la vida familiar, en las tradiciones religiosas, en general en la cultura.

No es este el momento de analizar su pensamiento sociológico o político, marcado por opciones éticas que nunca fueron disimuladas o encubiertas sino transparentemente explicitadas. Pero sí es el momento de recordar que, desde esas mismas opciones, Camilo interpeló y continúa interpelando a los que nos llamamos cristianos, para invitarnos a descubrir cómo nuestra fe tiene siempre el peligro de ser cooptada, manipulada y funcionalizada por los mismos mecanismos generadores de la opresión.

La muerte de Camilo casi coincide con la clausura del Concilio Vaticano II (en diciembre de 1965). Muchas personas opinan que sin la muerte en combate de Camilo, la asimilación del Concilio en América Latina hubiera sido muy diferente. Camilo obligó a la Iglesia latinoamericana a poner en el primer plano de sus reflexiones el problema de la injusticia. Esto se palpó en la Conferencia del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín en 1968: en el trasfondo de muchos de sus textos parece insinuarse la silueta de un Camilo que interpela apremiantemente desde su muerte violenta, situando los interrogantes en los linderos de lo decisivo y de lo urgente.

Si algo fue central en el mensaje de Camilo fue el resaltar de nuevo el amor como la quintaesencia del cristianismo, pero insistiendo en todos sus discursos, sus prácticas, sus gestos y sus símbolos, en que el amor no puede nunca hacerse real en palabras sino en hechos. Se propuso desenmascarar el amor y la fe que se quedan atrapados en los ámbitos del discurso.

En alguna ocasión Camilo le comentó a sus amigos que había venido a trabajar en la Universidad Nacional con la ilusión de convertir a muchos ateos, pero que en la medida en que se iba sumergiendo en esa vida universitaria de entonces, iba descubriendo que muchos de los que se identificaban como ateos tenían un amor más efectivo a la humanidad que la mayoría de los que se decían cristianos. Esto lo llevó a afirmar en uno de sus discursos: “La situación es completamente anómala: los que tienen fe no aman, y los que aman no tienen fe”.

Toda la parábola de su vida podríamos decir que fue una búsqueda dramática de coherencia, tratando de lograr que el mundo de los valores se confrontara y articulara con el mundo de la eficacia, como condición ineludible para salvar la misma autenticidad de los valores.

Uno de los teólogos de la liberación afirmaría varios años después de Camilo que “la fe sin ideologías está muerta” [1](parodiaba así un versículo de la Carta de Santiago, donde se afirma que “la fe sin obras está muerta”.[Sant. 2,17]). La ideología no la entendía ese teólogo en el sentido peyorativo de encubrimiento de los intereses en las interpretaciones de lo real, como se la entendió en muchos círculos intelectuales del momento, sino como una articulación de medios y de fines que ponen al descubierto los mecanismos de funcionamiento de la realidad en un momento dado y señalan posibles derroteros por donde se puede incidir en ella para transformarla. Por eso una opción ideológica aparece allí como algo necesario para hacer operativos los valores en los cuales se cree.

Esto lo comprendió y lo asumió Camilo cabalmente. En muchos de sus discursos retomó un texto-eje del Evangelio de Mateo que traduce en imágenes vivas y emotivas el sentido de la existencia cristiana; el juicio final sobre nuestras vidas: “Tuve hambre y me disteis de comer” ... etc.[Mt. 25,31-46]. Para Camilo este texto podía ser expresión de unos valores solamente en la medida en que nos preguntáramos cómo, en las circunstancias concretas de nuestro país, podría darse de comer a la mayoría de los hambrientos, vestir a la mayoría de los desnudos o alojar a la mayoría de los sin-techo. Esto no podría lograrse jamás sin profundas reformas estructurales a favor de las mayorías. “Esto se llama revolución -decía- y si es necesario para realizar el amor al prójimo, entonces, para un cristiano es necesario ser revolucionario”. [2]

Camilo quiso enfatizar en todos sus discursos que la búsqueda de eficacia era el único comprobante válido de la existencia de unos valores, o sea de una fe, pues quien no busca que los valores en que cree se plasmen en la realidad concreta, es porque realmente no cree en ellos, porque en verdad esos valores no traducen su deber-ser, aunque ficticiamente, (en el discurso) lo puedan ser. Camilo también demostró que cuando unos valores no se encarnan en una dinámica de eficacia histórica sino que se encierran y agotan en el ámbito del discurso, ese discurso se hace compatible y encubridor de anti-valores diametralmente opuestos a los valores que se confiesan.Por eso Camilo le dio un vuelco al esquema de la pastoral cristiana tradicional, que comenzaba por el culto, invitando a la gente a bautizarse, a confirmarse, a casarse, a asistir a la Misa etc.; que continuaba por la catequesis o la asimilación doctrinal, y terminaba con una especie de apéndice opcional que eran las obras de caridad. Para Camilo el esquema debería ser totalmente inverso: partir del compromiso con la transformación de la realidad, única garantía de que hay adhesión a unos valores reales, y no a valores solo proclamados que pueden servir de máscara a los anti-valores contrarios. El compromiso va exigiendo a su vez una reflexión sobre esos valores y sobre la manera de hacerlos eficaces; y finalmente el culto podría ser la expresión celebrativa de unos valores vividos y reflexionados.

Por eso en uno de los momentos más dramáticos y conflictivos de su vida, Camilo echó mano del texto de Mateo que hemos leído hace unos momentos. Al hacer una de las opciones más desgarradoras de su vida, como fue su retiro del ejercicio formal del sacerdocio, afirmó: “He dejado de decir Misa para realizar ese amor al prójimo en el terreno temporal, económico y social. Cuando mi prójimo no tenga nada contra mí, cuando haya realizado la revolución, volveré a ofrecer la Misa, si Dios me lo permite. Creo que así sigo el mandato de Cristo: *Si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ve y presenta tu ofrenda * [Mt. 5,23-24]. Después de la revolución, los cristianos tendremos la conciencia de que establecimos un sistema que está orientado sobre el amor al prójimo. La lucha es larga. Comencemos ya.” [3]

Camilo hizo con esto un gesto profético radical. Uno de sus biógrafos comentó posteriormente que Camilo en esto eligió uno de los caminos que el mismo había señalado para darle sentido al culto; eligió el más radical. El otro camino lo describe el biógrafo así: “celebramos, no tanto porque ya amamos, sino para poder amar”, pues, “ninguna revolución puede garantizarnos el cumplimiento absoluto de las profundas aspiraciones humanas y llevar a plenitud el amor” [4]. Si no, el culto jamás tendría condiciones de posibilidad.

El gesto de Camilo hay que entenderlo como un gesto profético radical que coloca una hipoteca permanente sobre nuestras eucaristías, para invalidar las inauténticas, aquellas que solo encubren o sacralizan la opción por el statu quo, las que eluden todo compromiso con un amor eficaz.

Camilo no ocultó el holocausto afectivo que significó para él el no volver a presidir la Eucaristía. Pero ese holocausto lo entendió como una nueva dimensión de su sacerdocio, sacerdocio que siempre entendió como una marca, como un carácter indeleble. Camilo comenzó a preparar conscientemente la más auténtica Eucaristía del futuro, aquella que no reunirá ya en la Cena del Señor a explotadores y explotados, sino a quienes una revolución profunda habrá convertido en hermanos que podrán compartir, sin hipocresías ni encubrimientos, el mismo pan consagrado, sacramento de la fraternidad.

Desde hace 35 años la imagen de su cadáver ensangrentado, con los ojos entreabiertos, sobre el paisaje agreste de nuestras montañas enlutadas, nos sigue interpelando. Hoy tomamos conciencia del tiempo que nos separa de aquel momento intenso de su muerte en combate. El paso del tiempo no elimina la sublimidad de los momentos trágicos. Tal vez, por el contrario, los vuelve más sublimes. Hace que miremos en perspectiva hechos y sentimientos en los cuales se confrontaron agudamente, a través de una existencia humana que fue lúcida y sensible y que vibró al unísono de multitudes tensionadas, la vida y la muerte, el poder avasallador del mal, encarnado en estructuras, instituciones y dinamismos destructores, con ideales morales, encarnados en utopías y proyectos que tensionaron tanto en ciertos momentos nuestros resortes éticos, que pusieron casi al alcance de la mano otros mundos posibles y mejores.

Recordar a Camilo no es hacer un homenaje frívolo o formal a una personalidad que clasificó para los libros de historia patria. Recordarlo es arriesgarse a ser nuevamente desgarrado y desestabilizado por sus interpelaciones. Recordarlo no es confrontarse con un personaje, ni con un amigo, ni siquiera con el caudillo de las propias simpatías. Recordarlo es confrontarse con la historia, con la idea de humanidad que tenemos, con el sentido y el valor de nuestras propias vidas.

Por eso los invito a escuchar enseguida algunos de sus textos interpelantes, y a que hagamos un esfuerzo por activar, en alguna medida, nuestra capacidad de conversión, en el acto penitencial que sigue.
 
Javier Giraldo M., S. J.
Homilía en la Eucaristía de conmemoración de los 35 de la muerte de Camilo.
Capilla de la Universidad Nacional, Bogotá, 15 de febrero de 2001

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